lunes, 26 de enero de 2009

Adiós, cliente, adiós / Pilar Cambra

Para la conclusión a la que pretendo llegar en este texto no me parece necesario dar los nombres de esas dos instituciones...Entre otras razones poderosas, porque no pretendo atacarlas sino, únicamente, manifestar mi extrañeza, mi asombro, mi perplejidad, que son notables.

Comencemos por lo que me sucedió con la institución bancaria...Hace años me sentí atraída por aquellos ofertones que, a cambio de depositar un dinerillo en una especie de libreta de ahorros, te prometían el oro, el moro, una rentabilidad jugosa y hasta un surtido de sartenes. Y piqué... Poco a poco, las promesas fueron esfumándose y, para mayor inri, a pesar de que aquella cartilla no registraba movimiento alguno -ni recibos domiciliados, ni retiradas de efectivo, ni nada de nada-, aquel banco me cobraba unos cuantos euros al mes en concepto de comisión de mantenimiento...De mantenimiento ¿de qué?... Un buen día me dije: «¡Se acabó!: cierro la libreta y me llevo la pasta, mi pasta»; así que me encaminé a la sucursal bancaria con un cierto temblorcillo en las piernas, lo confieso... Por el camino iba pensando: «¡Verás como me van a intentar camelar para que mantenga allí mi dinero! ¡Verás como pierdo dos horas hablando con unos y con otros!»...¡Ja!: llegué a la ventanilla de Caja, dije que quería cerrar la libreta de ahorro y sacar de allí mi dinero y, en un plís-plás, ¡hecho!... Ni un intento de retener al cliente... Evidentemente yo no soy Rothschild ni lo seré nunca; pero tampoco eran cuatro perras gordas lo que tenía depositado en aquel banco... Curiosamente, me sentí hasta un poco indignada porque, para aquella institución, yo contara menos que un cero a la izquierda. Y, ahora, vamos con la compañía en la que tenía asegurado mi coche... A ésa sí que le pagaba un notable pastón todos los años; y casi por nada...Durante más de una década, la aseguradora sólo tuvo que hacerse cargo de dos levísimos accidentes -puros rasguños en la chapa de dos vehículos- y de esos daños propios que todos nos hacemos en la pintura del vehículo a causa del aparcamiento... ¡Nada: minucias!... Sin embargo ni una sola vez -ni una, repito- obtuve un descuento en mi póliza por buena conducción, por ser una lata, por dar a ganar cantidades no desdeñables a la aseguradora...Visto lo visto y desengañada por la indiferencia e ingratitud de la empresa, me acabo de cambiar de compañía de seguros de un día para otro: pago bastante menos y recibiré más prestaciones...¡Y, de nuevo, la misma historia!: ni una llamada para preguntarme el porqué del abandono, ni una apetecible contraoferta...

A ver si lo dejo claro: yo no pido la luna a las empresas de las que soy cliente eventual o habitual... Ni «un palacio de diamantes», ni «una tienda hecha del día», ni «un rebaño de elefantes», ni «un kiosco de malaquita», ni «un gran manto de tisú», como dicen los versos de Rubén Darío... Me conformo con que me traten con justicia y amabilidad, con que se interesen un pelín por mí y con que, en caso de amago de abandono de sus servicios por mi parte, traten de averiguar las causas de mi descontento...Para remediarlas, mayormente; y porque puede haber cientos de personas que estén tan hartas de esas empresas como una servidora.

Cierto que instituciones tan enormes, con tantísima actividad como aquellas de las que yo me he largado, no pueden hacer un seguimiento constante de tooooodos sus clientes... ¿No pueden?, ¿seguro?... Porque, casualmente, estas grandísimas empresas son, también, las que tienen las nóminas más abultadas, el personal más abundante que debería dedicar una porción -aunque fuera ínfima- de su trabajo a investigar las razones por las que un cliente les da con la puerta en las narices en un momento dado.¡Vamos, creo yo! Porque, ¿tan sobradas andan las empresas, por gigantescas que sean, de clientes fieles, pacíficos, dóciles y rentables?, ¿tan poquísimo importa la marcha de un cliente?...¡Ojo!: uno más uno más uno más uno acaba siendo un ciento de clientes.

Y, por último, la conclusión a la que he llegado: a mayor tamaño de la empresa, a mayor volumen de su actividad, más peligro corre la institución de que sus empleados -del primero al último- se transformen en burócratas aburridos y sin nervio competitivo...Ellos, que buscaron con uñas y dientes la expansión del negocio, se han encerrado dentro de la torre de marfil de lo segurito, de lo ya conseguido, del «que me quede como estoy»... Y lo malo es que pueden hacerlo porque esas enormes empresas echan las cuentas de los resultados de forma más o menos global y, por tanto, ¡que les va a importar un cliente menos, alguien que se ha ido en silencio, sin protestar!... Nada... No importa nada...Inmenso error el que cometen los responsables de esas empresas, del primero al último: un cliente no es sólo el rey. Va camino de convertirse en el último de los emperadores.

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La marca blanca se impone en el 'súper' español

MADRID.- La crisis económica ha impuesto la contención del gasto en las familias para poder llegar a fin de mes, lo que se ha traducido en una modificación de los hábitos de consumo. Los españoles han reducido sus salidas fuera de casa -bares y restaurantes-, han recortado el presupuesto en ropa y calzado, han pospuesto sine die la renovación del equipamiento del hogar y se han volcado en los productos más baratos a la hora de llenar el carrito de la compra, según "El Mundo".

Como resultado de este cambio de comportamiento, los productos de gran consumo -alimentación, droguería y perfumería- de marca blanca o del distribuidor han multiplicado sus ventas. Entre septiembre de 2007 y el mismo mes de 2008, las enseñas respaldadas por las grandes cadenas de distribución minorista -El Corte Inglés, Carrefour, Eroski, Mercadona, Alcampo o Dia- han crecido más de un 8% y copan ya el 32% de las ventas totales del sector, frente al 29,6% de hace un año, según los datos facilitados por la consultora de productos de gran consumo IRI.

Y con la escalada del último año, España se ha convertido en el primer país europeo con mayor dominio de la marca blanca, por encima de Alemania, donde, tradicionalmente, los productos de gran consumo con enseña del distribuidor han tenido un fuerte posicionamiento, debido a la gran presencia de los llamados supermercados de descuento duro como Lidl.

Durante 2008, al calor de la crisis económica, la marca blanca ha ganado cuota de mercado en todos los países de Europa, aunque en ninguno con tanta fuerza como en España. Así, en Alemania las enseñas genéricas suponen el 31% de los productos de gran consumo; en Holanda y Reino Unido, el 27%; en Francia, el 26%; y en Italia, el 13%.

El gran liderazgo de la marca blanca en España está directamente ligada a la fuerte concentración de la distribución minorista.Tres grandes grupos: Carrefour, Eroski y Mercadona controlan ya el 59% de toda la alimentación envasada que se vende en el país, según datos de la consultora Nielsen. Estas empresas, además, han hecho una gran apuesta por los productos con enseña propia.

Además, en el gran avance de los productos de gran consumo genéricos en España, la consultora IRI destaca el fenómeno Mercadona. Una cadena de supermercados que ha crecido a la velocidad del rayo y que en la actualidad cuenta con 1.200 supermercados en todo el país y un 20% de cuota de mercado en valor.

Las marca del distribuidor -Hacendado, Deliplus o Bosque Verde- representa el 50% de las ventas de Mercadona, un porcentaje que se incrementará en 2009 con la nueva estrategia llevada a cabo por la compañía para ahorrar costes, que ha supuesto la desaparición de 800 referencias, muchas de enseñas líderes.

La marca del distribuidor domina ya muchos productos. Es el caso de las verduras congeladas, con un 70% de cuota de mercado; de los rollos de papel, con el 69%; las conservas, con una cuota de más del 50%; o los lácteos, con más del 35%.

De momento, a la marca blanca solo se la resisten las bebidas carbonatadas, donde el dominio de marcas como Coca-Cola, Mahou o Schweppes parece, de momento, inamovible y los genéricos sólo controlan un 10% del mercado. Ni que decir tiene que detrás del boom de la enseña del distribuidor está su atractivo precio.Estos productos de gran consumo son un 38% más baratos que los de las empresas líderes, aunque en algunos productos el descuento supera el 50%. Aunque cuantioso, la enseña del fabricante es más barata en Reino Unido (un 51%) y en Francia (un 40%).

lunes, 19 de enero de 2009

La lucha para combatir cualquier adversidad / Douglas McEncroe *

El estreno de Australia en Australia levantó grandes expectativas; se esperaba la versión nacional de Lo que el viento se llevó, pero a la crítica no le ha gustado, siendo especialmente dura en el mayor país de Oceanía, donde los periodistas locales han llegado a la crueldad con nuestra Nicole Kidman, quien por primera vez no ha pasado las Navidades en su Sydney natal. Si bien es cierto que no es su mejor interpretación, resulta entretenida, y es la actriz que el director australiano Baz Luhrmann ha buscado: exagerada, como en Moulin Rouge, con la que alcanzó fama mundial.

Kidman interpreta el papel de Lady Sarah Ashely, una inglesa remilgada que llega a la gran isla para controlar el rancho de su marido. Allí conoce a Drover, un arriero de ganado al que da vida el también australiano Hugh Jackman. Un ranchero rudo con el que la inglesa al principio no se puede llevar peor, aunque más tarde viven una apasionada historia de amor, mientras llega la Segunda Guerra Mundial.

A riesgo de ser fusilado, tengo que confesar que Australia me gustó. Es cierto que peca de excesivo sentimentalismo, pero ¿qué se espera de una épica romántica? La fotografía es espectacular; el joven actor aborigen, increíble; y la historia, entretenida.Pero además toca temas potentes, como el tremendo coraje de nuestros antepasados para forjar el país; su lucha tenaz para crear, de una naturaleza salvaje, las grandes granjas y ganaderías, hoy las más eficaces del mundo.

También refleja la lucha de personas honestas enfrentadas a un poder corrupto, y cómo esta tentativa inspira a más y más personas para unirse a su causa. Pero sobre todo, habla de la reconciliación entre dos pueblos: el europeo y el aborigen en su intento de crear una nueva realidad.

Sin duda, en Australia el tema racial se trata con superficialidad.El choque entre estas dos culturas ha sido brutal y lamentable.Aún así, el país ha progresado hasta ser una de las naciones más democráticas del mundo, con un nivel de igualdad que no he visto en ningún otro país. Lo crucial es que hay un deseo, por ambas partes, de reconciliación, evidenciado en el perdón oficial ofrecido por el Primer Ministro con el apoyo de la amplia mayoría de australianos. Esto es algo nuevo.

La cinta deja un buen sabor: el triunfo de la honesta tenacidad sobre la mezquindad desde el espíritu realista pero optimista del pueblo australiano y con la creencia de que con una visión o un sueño de lo que quieres conseguir y esfuerzo se puede alcanzar.

Y en estos tiempos de crisis es necesario transmitir esperanza, como lo hace Australia. He sobrevivido a dos recesiones y he visto cómo en épocas difíciles muchas organizaciones promocionan a financieros para ser consejeros delegados. Estos perfiles son fantásticos en lo suyo, pero suelen ser nefastos dirigiendo empresas.

En tiempos de recesión su respuesta es cortar gastos y reducir plantilla. Hoy se ve mucho... No niego la importancia de controlar gastos pero no inspirarás a tu equipo o a tu empresa a luchar sólo cortando gastos y echando a tus compañeros. Es precisamente la lección de esta película: cómo un pintoresco equipo -una aristócrata inglesa, un competente vaquero australiano blanco, un vaquero aborigen, una mujer, un borracho y un niño-, crean una nueva realidad, allí en el desierto.

Hoy más que nunca se necesitan proyectos que inspiren a las personas a sacrificarse en pos de algo mayor que conseguir un mejor retorno para los accionistas. En una situación de crisis hay que unir, no dividir. Así, la promesa de reconciliación entre dos pueblos en Australia también nos puede servir de inspiración para sobrevivir a la crisis.

En las organizaciones hay facciones, grupos enfrentados, con puntos de vista e incluso intereses diferentes. Ya es hora de reconciliarse, de encontrar un proyecto y un liderazgo capaz de unir por encima de intereses individuales. Puede ser un nuevo servicio, un producto innovador, una manera de aportar a la sociedad.Y si se hace bien, habrá resultados, aunque no son los beneficios los que crean el futuro, sino el proyecto compartido de quienes lo hacen. Este año que acaba de empezar llega lleno de malos presagios y los obstáculos parecen enormes, pero como la pintoresca pandilla en Australia, nosotros también podremos.

* Douglas McEncroe es australiano y director de Douglas McEncroe Group.

Toca pasarlas canutas / Pilar Cambra

Supongo que, aunque ustedes no tengan hijos -yo no los tengo-, conocerán bastante bien a un puñado de niños y adolescentes: sobrinos, retoños de amigos, críos del vecindario... Y sigo suponiendo que, como me ocurre a mí, les interesará profundizar en el universo mental en el que se mueven esas criaturas y que, en cierto modo, anuncia el futuro... Su futuro y el nuestro; porque el nuestro, en bastante medida, está en sus manos. Igual, exactamente igual que ocurre con los adultos, hay críos admirables, estupendos, magníficos, regulares y hasta abominables...

Sin embargo, esta amplísima gama de caracteres y personalidades que van de lo óptimo a lo pésimo tiene -me parece a mí- un denominador común... ¿Han descubierto cuál es el principal y casi único motor de actuación y de omisión de esas generaciones, su primera y principal motivación para hacer o no hacer las cosas?... ¡Claro que se han dado cuenta!...¡Exacto!: la apetencia... No el «debo», «puedo», «quiero» o «no me da la gana», no: esas generaciones entran en acción, obedecen o se quedan tumbadas en el sillón según les «apetezca» o «no les apetezca»...

¿Y cuál es la madre de esa cordera llamada «apetencia»?: el placer o la incomodidad, señoras y señores. No hay más cáscaras: si, en un momento dado, se le pide al niño o al adolescente que haga algo que supone esfuerzo, incomodidad, salir del letargo, dejar de estar tumbado a la bartola, que nada, que no, que no le apetece... En cambio, si se le propone al crío algo grato, que le mole -noche de juegos de ordenador y pizzas, por ejemplo-, se apuntará el primero aunque tenga cuarenta grados de fiebre.Porque le apetece, naturalmente.

A veces me pregunto qué va suceder en el mundo del trabajo cuando sean esas generaciones las que nos sucedan en los muchos o pocos empleos que vayan quedando... Porque hay dos realidades que todos cuantos curramos experimentamos en nuestras carnes morenas: 1) la parte del león de nuestro tiempo de adultos se la lleva la tarea profesional: más que la comida, el sueño, el amor, la amistad, el descanso; y 2) entre un cincuenta y un setenta por ciento del tiempo que dedicamos a trabajar lo gastamos en cosas que no nos apetece hacer... Incluso en realizar cosas que nos repatean las tripas...

Y ya podemos dar gracias porque, por esos mundos adelante, hay altísimos porcentajes de personal que se pasan el cien por cien de su jornada laboral -toda, todita, toda- tragando sapo tras sapo, disgusto tras disgusto... Personal al que no sólo no le ha gustado, ni le gusta, ni le gustará jamás aquella ocupación con la que no tiene más remedio que ganarse los garbanzos: ¡es que la odia con un odio absolutamente africano!

De modo que, entre que se nos vienen encima unas generaciones a las que no les «apetece» lo más mínimo vencerse, sacrificarse, esforzarse y entre que el futuro económico, empresarial y laboral pinta color ala de cuervo para una temporadita más larga que breve, ¿qué podemos hacer?...

Porque es curioso, raro, extraño, inexplicable que a uno le enseñen tantas y tantas cosas para trabajar más y mejor -cómo formar buenos equipos, cómo incrementar las cualidades propias, cómo aprender de los más listos de la oficina, cómo manejarse en chino mandarín, cómo convencer al cliente potencial más reticente, cómo sacar agua rentable de una piedra de granito- menos una y muy esencial: cómo mantener el tipo, el ánimo, el buen espíritu cuando toca pasarlas canutas, cuando llega el tiempo de sufrir un poco -o un mucho- en nuestro trabajo diario.

Hasta ahora he citado a niños, a púberes, a adolescentes... Pero lo cierto es que tampoco los adultos -con toda la barba o con todo el rimmel en las pestañas- aceptamos de buen grado el inevitable aprendizaje de cómo llevar el sufrimiento sin convertirnos en una fuente de quejidos, ayes, protestas y lamentaciones... No, no aceptamos pasarlo ni un pelo mal; de ahí que algunos hayan definido nuestros tiempos como los de los analgésicos, los ansiolíticos y los antidepresivos (¡benditos sean, claro está!)...

Una leve jaqueca nos deja más mustios que un geranio sin riego; un jefe muy exigente nos saca de quicio; una urgencia que nos obliga a dedicar dos horas más al trabajo nos pone frenéticos; una sospecha de que la crisis, cualquier crisis, tal vez nos obligue a currar un poco más ganando un poco menos nos provoca alaridos...

¡Ah no, por favor!: yo no tengo ni un miligramo de masoquista. Me da tanto yuyu el sufrimiento como al que más; tengo refinadas técnicas para escapar de cualquier molestia evitable... Pero el trabajo, la experiencia me han confirmado que, cuando el sufrimiento, el «sangre, sudor y lágrimas» es insoslayable, más vale apretar los dientes y dejar de quejarse. Porque con los lamentos se pierde mucha de la fuerza necesaria en el combate. Bastante fuerza...

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